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Las cosas ya no son como las ves

 

El alfiler es uno de los primeros inventos de la humanidad, y en su origen, que fue de hueso, ya cargaba consigo la mácula de la función (en su caso, la de sujetar). Los miguelitos por su parte son armas simples, que al ser arrojados quedan siempre con una de sus puntas hacia arriba, agujereando lo que les pase por encima. Mientras que la cruz forma parte de un método de ejecución que incluye, entre otras cuestiones, clavos y latigazos; la cruz latina (formada por dos segmentos que se intersecan en ángulo recto, donde el segmento horizontal es tres cuartos menor al vertical) simboliza el sacrificio de Jesucristo ejecutado. Alfileres, miguelitos y cruces latinas se repiten y recombinan en las obras de Marisol San Jorge: un miguelito toma el lugar de la cruz en el techo a dos aguas de lo que podría ser una iglesia de chapa; cinco alfileres dentados (un brochette de dientes) atraviesan el duro caucho de un neumático, goma por debajo y sierra por arriba, armando una suerte de kanzashi japonés que decora ese rodete; bidones, vírgenes de yeso y cadenas de plata cuelgan de las cruces. Aunque dicho así, pareciera que estas obras nacen del desborde místico y barroco, que sus formas chorrean y se desbarrancan, pero nada, nada está más lejos.

Lo que se escucha de fondo en las obras de Marisol es una letanía, por lo que en ellas nace de la repetición: un ruego, una súplica ordenada, glacial, que atraviesa las noches y los días. Una letanía violenta. Que clava, muerde, agarra, incrusta.

 

 

Razón y fantasma

Un espejo y dos palos de amasar, cruzados por debajo, forman un escudo de armas. La bolsa de agua caliente hace equilibrio sobre un globo sin inflar. Uno no puede evitar intuir que por los corredores de estas obras vaga el viejo espectro de la razón, y que ellas de buen gusto conviven con él. Es el fantasma sensible de esta ciudad, que insiste en el equilibrio y la inteligencia de las formas. Digamos que esa racionalidad (en el trato con los materiales, en la maceración de los símbolos, en el compás de los colores) insiste, y como todo fantasma, nos reclama.

 

El taller de la artista está repleto de siluetas de símbolos estencileados, calcados, pintados. Tan bellos como rigurosos, aun cuando son objetos cotidianos, en su forma más reconocible y atemporal: licuadora, invisible, pájaro, sopapa. Siempre en simetría, dobles, mellizos. Cero inocencia, así es la forma mediterránea de lo “doméstico”. Pasa que no existe el fantasma inocente o ingenuo: si ha quedado dando vueltas entre nosotros, por algo será.

 

Orden y regreso

Conejos de peluche, dientes, dos prensitas. Un cuerpo femenino hecho de partes que se interceptan, de órganos geométricos color flúor y de injertos metálicos. La palabra “tema”, en las obras de Marisol, suena mentirosa, errada. Preferible es hablar de una simbología, y sobre todo del deleite gélido que esta provoca en su repetición. ¿Y qué era una simbología? Un sistema para esas representaciones que guardan un vínculo convencional y arbitrario con su objeto. Acá ese sistema es un arte marcial, necesita del ritmo tanto como del rigor. Una patada, lijar y pulir. De allí la disposición interna de estas obras: imperturbable, exacta.

Claro que en el símbolo, forma, material y color son una sola cuestión. De la combinación sale su temperatura y su peso. Marisol recombina símbolos corrientes de un modo tal que, detrás de un ratoncito o de tal guante de plástico, uno percibe una obra infinita en sus posibilidades. Un repertorio -prácticamente invariable- de invocaciones.

Ahora bien, detrás de todo ese régimen de símbolos y objetos inanimados, hay algo que regresa una y otra vez, algo prensil. Alguien me lo señala porque yo no he querido verlo. Es una mano anónima, a veces en primer plano, otras cubierta por un guante ¿A quién pertenece esa mano que agarra los objetos y los presenta, los aprieta, los sostiene para nosotros? ¿Y por qué regresa?

 

Cosa y venganza

Tenemos algo para decir

no es la misma canción de 2 x 3

las cosas ya no son como las ves.

(Charly García)

 

Las obras de Marisol San Jorge no son el gesto sino la cosa. Embudo, bala, galleta, pinito. Y bien sabemos que la cosa no es el reverso del símbolo.

Aun en su orden marcial, estas obras se comportan como una olla a presión a punto de reventar y volar por los aires. En la apariencia dócil de su simbología, una cacerola guarda una venganza ancestral, harta del gesto vano. ¿Puede estallar un elemento “pasivo”? Quizás ese sea el ruego que se repite en la letanía de estas obras: piden un acto de justicia, perpetuado finalmente por la furia de las cosas. Embudo, bala, galleta, pinito.

Emilia Casiva

Texto para diario El Gran VIdrio / MAC 2019 / Córdoba, Argentina.

 

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